2001-2011: la mirada en espejo


Mirar en espejo, intentar ejercitar el arte de la comparación o simplemente aventurarse por los pasadizos laberínticos de la memoria para buscar dilucidar qué sucedió en aquel 19 y 20 de diciembre de 2001 y qué marcas ha dejado en nosotros, es lo que se impone en estos días de otro diciembre en el que tantas cosas han cambiado en un país que, sin embargo, sigue recordando, a veces bajo la forma espectral de la pesadilla, otras como algo extrañamente lejano que, de todos modos, persiste en su actualidad. Aquellas jornadas en las que todo estallaba reventando instituciones, vidas asoladas por la miseria o por las balas represivas, planes económicos elaborados para durar por décadas y que acabaron convertidos en la forma más siniestra del saqueo y la infamia, políticos impresentables que pasaron de la noche a la mañana a exaltarse por aquello que antes despreciaban, multitudes que vociferaban distintas reivindicaciones y que salían a la conquista de las calles y de las plazas enloqueciendo una Buenos Aires tórrida que recordaba antiguas jornadas bajo nuevos lenguajes, presidentes que se sucedían a un ritmo alucinante sin siquiera alcanzar a darle una mínima consistencia a una República desfondada, asambleas barriales que, como en un aquelarre de otras noches de la historia, mezclaban el fantasma de la revolución con el pequeño ahorrista indignado contra los bancos y contra un país que, una vez más, lo había engañado y esquilmado. Organizaciones sociales de última generación capaces de darle cause y racionalidad a la protesta de los olvidados de la historia que volvían, sin embargo, a manifestar su indignación y a exigir, utilizando esa invención del ingenio popular que fueron los piquetes que cortaron el flujo de un capitalismo depredador, sus derechos mancillados por un experimento social de envergadura criminal. En esos días tremendos quedó expuesto el núcleo destructivo de un modelo económico-social construido a partir de lo que se denominó la valorización financiera, eufemismo que esconde la depredación de un capitalismo especulativo financiero con eje en los bancos, en el endeudamiento, las privatizaciones, la desindustrialización y, como corolario, la fuga de capitales.

Una Argentina que llegaba al borde del abismo y que descubría, con horror, que poco y nada de lo que había sido en otro tiempo quedaba todavía en medio de la ruina, la marginalidad de millones de desocupados, subocupados, cartoneros, pobres de toda pobreza y la angustia de una clase media que nunca había estado tan cerca de la catástrofe social sólo anunciada en las peores pesadillas. Dios, de un modo exasperante, dejaba, de una vez por todas, de “ser argentino” y se retiraba, lo que de él quedaba, al silencio de creyentes que ya no creían en nada, apenas en ingeniárselas para sobrevivir. Noches tórridas que acompañaron esa alquimia de desesperación y desafío que hicieron de la ciudad un escenario en el que se entremezclaron los habitantes de la periferia pobre y humillada con los habitantes de los barrios acomodados que no salían de su estupor ante la caída en el abismo. En diciembre de 2001 se hizo pedazos, no sólo un modelo que venía transformando el país desde la noche infausta de la dictadura del ’76 y que encontró su energía renovadora para acabar con ese otro país industrializado y más equitativo en el giro brutal del peronismo menemista al neoliberalismo, sino que también el imaginario primermundista de las clases medias se tropezó con su rostro cadavérico. La desesperanza recorrió de lado a lado la geografía de un país devastado que veía de qué manera llegaba a su fin una ficción que había envenenado a una parte sustancial de la sociedad. Lo que quedaba, para los jóvenes, era soñar con un destino allende las fronteras si podían encontrar en el arcón de los abuelos algún documento que les permitiese aspirar a convertirse en ciudadanos de ese Primer Mundo tan añorado (por esas paradojas de la historia, muchos de esos jóvenes que se fueron en esos años, hoy, enfrentados a la brutal crisis europea, inician el camino de retorno a la Argentina que, a diferencia de la que los expulsó, tiene algo nuevo para ofrecerles).

En una magnífica y negra novela póstuma (que escribió en una primera versión al comienzo de los fatídicos e impúdicos años de la convertibilidad y de la fiesta menemista), Nicolás Casullo describía una Buenos Aires fantasmagórica y fragmentada en mil pedazos en la que pululaban tribus urbanas en guerra constante, cazadores de hombres que recorrían los barrios, o más bien lo que quedaba de ellos, disparando a todo lo que se moviera mientras, como ratas, los sobrevivientes buscaban llegar al día siguiente. En Orificio, nombre de la novela y de su héroe asesino-redentor, Casullo se anticipaba, con imaginación desbordada, a la catástrofe de diciembre de 2001. Lograba, con la sutileza de una escritura en la que se mezclaban distintas tradiciones, describir, mientras una parte significativa del país vivía la fiesta neoliberal, el fondo envenenado de una realidad que llevaba en su interior su propia disolución. Muchas veces la literatura dice o anticipa lo que la gente común todavía no alcanzamos a vislumbrar de lo que nos está pasando o de lo que está por acontecer. Casullo simplemente anticipaba, bajo la forma de un relato hiperbólico, lo que, al final del brutal experimento de la convertibilidad, y ya bajo los nuevos ropajes de la Alianza que no hizo otra cosa que continuar la invención mefistofélica de Cavallo, terminaría por hacer estallar, en un incendio veraniego y trágico, a un país incrédulo y extraviado que no sabía hacia dónde terminaría por llevarlo una crisis de dimensiones pantagruélicas.

Diez años después, y en un país que atravesó sorprendentes vicisitudes y que logró escapar del sino maldito de una decadencia irrefrenable, estamos en condiciones de, mirando en espejo, comprender los motivos de aquel hundimiento y reconocer el giro de una historia que sacándonos de aquella pesadilla nos colocó, desde 2003 en adelante, en una época que se ofrece como la forma antagónica de un modelo de sociedad que casi nos condujo a la disolución nacional. Ejercer el arduo oficio de la memoria es una manera de estar alertas ante los intentos de regresión que siguen habitando entre nosotros bajo el recurrente discurso y las acciones muchas veces conspirativas de los poderes económicos, esos mismos que añoran el tiempo de su absoluta hegemonía.

Ricardo Forster
Filósofo - Integrante
de Carta Abierta.
FUENTE: Diario Tiempo Argentino, 19 de Diciembre de 2011