2 DE MAYO DE 1997, MUERE PAULO FREIRE. NUESTRO HOMENAJE

Una vida de lucha, compromiso y esperanza
Henry A. Giroux


«En realidad, cuando se considera el futuro como algo dado de antemano, bien como pura repetición mecánica del presente o, simplemente, porque “es lo que tenga que ser”, no cabe la utopía ni, en consecuencia, el sueño, la elección, la decisión o la expectativa, que es el único modo de existencia de la esperanza. No cabe la educación, sólo el entrenamiento»
                                                                                                                              (Paulo Freire, 1994)

Situándose en el espacio que media entre lo político y lo posible, Paulo Freire pasó la mayor parte de su vida trabajando con la convicción de que merece la pena luchar por los elementos radicales de la democracia, de que la educación crítica es un elemento básico del cambio social y de que nuestra forma de pensar sobre la política es inseparable de nuestra forma de entender el mundo, el poder y la vida moral que aspiramos a llevar.
La fe de Freire en la democracia, así como su profunda y persistente fe en la capacidad de las personas para soportar el peso de las instituciones e ideologías opresoras, se forjaron en un espíritu de lucha modulado por las terribles realidades de la prisión y el exilio y un profundo sentido de humildad, compasión y esperanza. Plenamente consciente de que muchas versiones contemporáneas de la esperanza ocupaban un puesto en Disneyland, Freire luchó contra esas apropiaciones, y le apasionaba recuperar y rearticular la esperanza a través de la «comprensión de la historia como oportunidad y no como determinismo», utilizando sus propias palabras (Freire, 1994). Marcados por el conservadurismo del último decenio, los
tradicionalistas, como Harold Bloom (1994) y Richard Rorty, han lamentado la muerte de la fantasía, la inspiración y la esperanza, víctimas del discurso del poder y la lucha política. Según Rorty, no se puede «descubrir un valor inspirador en un texto al mismo tiempo que lo consideramos como un... mecanismo de producción cultural» (Rorty, 1996). Freire nunca predicó la esperanza en el marco de una división tan rígida entre comprensión y esperanza, mente y corazón, pensamiento y acción. Para Freire, la esperanza era una práctica de testimonio, un acto de imaginación moral que permitía a los educadores progresistas y a otras personas pensar de modo diferente para actuar de forma diferente. La esperanza exigía comprometerse, desarrollando unas prácticas transformadoras, y uno de los cometidos del educador progresista consistía en «desvelar las oportunidades de esperanza, con independencia de los obstáculos que pueda haber» (Freire, 1994).

El fundamento de la política de la esperanza de Freire era su visión de la pedagogía radical, situada en las líneas divisorias en las que seguían produciéndose y reproduciéndose las relaciones entre dominación y opresión, poder e impotencia. Para Freire, la esperanza, como elemento definidor de la política y la pedagogía, significaba siempre escuchar a los pobres y otros grupos subordinados y trabajar con ellos, de manera que pudiesen hablar y actuar para modificar las relaciones dominantes de poder.

Comprometido con lo concreto y lo contingente, Freire nunca dio recetas a los que piden parches teóricos y políticos instantáneos. La prác-tica pedagógica era estratégica y operativa: considerándola como un elemento de la práctica política general orientada al cambio democrático, la  pedagogía crítica nunca se contempló como un discurso a priori que hubiera que reafirmar ni como una metodología que implantar. En cambio, para Freire, la pedagogía era una acción política y operativa, organizada en torno a la «ambivalencia instructiva de unos límites» (citado en Bhabha, 1994), una práctica de impedimento, interrup-
ción, comprensión e intervención, consecuencia de las luchas históricas, sociales y económicas que se están librando.

Como intelectual de avanzada, Freire nos recordaba sin cesar que las luchas políticas se ganan y se pierden en los espacios específicos aunque híbridos que vinculan las narraciones de la experiencia cotidiana con el peso social y la fuerza material del poder institucional. Toda pedagogía radical que quisiera considerarse freiriana tenía que reconocer el carácter central de lo particular y lo contingente en la configuración de los contextos históricos y los proyectos políticos. Aunque Freire era un teórico del contextualismo radical, tam-
bién reconocía la importancia de comprender lo particular y lo local en relación con las fuerzas más generales, globales y transnacionales. Para Freire, había que concebir la alfabetización, en cuanto forma de leer y cambiar el mundo, en el contexto de una idea más amplia de la ciudadanía, la democracia y la justicia, global y transnacional. En este caso, hacer más político lo pedagógico significaba trascender la celebración de las mentalidades tribales y elaborar una praxis que pusiera en primer plano «el poder, la historia, la memoria, el análisis de las relaciones, la justicia (no sólo la representación) y la ética como las cuestiones
centrales de las luchas democráticas transnacionales» (Alexander y Mohanty, 1997).

Pero la insistencia de Freire en que la educación radical tiene que ver con la creación y la modificación de contextos no se limitaba a valerse de las potencialidades políticas y pedagógicas que pueblan todo un espectro de lugares y prácticas sociales de la sociedad que, sin duda, incluyen la escuela, pero no se limitan a ella. También se opuso a la separación de la cultura y política, llamando la atención sobre la forma en que las distintas tecnologías del poder operan pedagógicamente en el seno de las instituciones para producir,
regular y legitimar formas concretas de conocer, afiliarse, sentir y desear. Pero Freire no cometió el error de muchos contemporáneos suyos de confundir la cultura con la política de reconocimiento. La política era más que un gesto de traducción, representación y diálogo, refiriéndose también a la movilización de los grupos sociales contra las prácticas económicas, raciales y sexistas opresivas implantadas por la colonización, el capitalismo global y otras estructuras de poder opresoras.
Paulo Freire deja tras de sí un cuerpo de trabajo construido en el transcurso de una vida de lucha y 
compromiso. Rechazando la comodidad de las grandes narraciones ejemplares, la obra de Freire siempre resultó inquieta e inquietante, agitada y, sin embargo, atractiva. A diferencia de tanta prosa académica y pública, políticamente árida y moralmente vacua, que caracteriza el discurso intelectual contemporáneo, la obra de Freire estuvo impulsada consistentemente por una sana furia contra la opresión y el sufrimiento inútiles de los que fue testigo a lo largo de su vida en sus viajes por todo el mundo. Igualmente, su obra muestra una calidad vibrante y dinámica que le permitió crecer, rechazar las fórmulas fáciles y abrirse a las realidades y proyectos políticos nuevos. El genio de Freire consistió en elaborar una teoría del cambio y el compromiso sociales que no era vanguardista ni populista. Aunque tenía una profunda fe en la capacidad
de las personas corrientes para configurar la historia y convertirse en agentes críticos creadores de
sus propios destinos, se negó a dar un sesgo romántico a la cultura y a las experiencias producidas por las condiciones sociales opresivas. Combinando el rigor teórico, la relevancia social y la compasión moral, Freire dio un nuevo sentido a la política de la vida cotidiana, afirmando, no obstante, la importancia de la teoría para ampliar el espacio de la crítica, la posibilidad, la política y la práctica. La teoría y el lenguaje constituían un lugar de lucha y de posibilidades que daba sentido a la experiencia y una orientación política a la acción; el mismo Freire condenó reiteradamente los intentos de reproducir la oposición entre teoría y
política. Sin duda, Freire habría estado completamente de acuerdo con la idea de Stuart Hall de que «únicamente a través del modo en que nos representamos e imaginamos a nosotros mismos llegamos a saber cómo estamos construidos y quiénes somos. No hay posibilidad de escapar de la política de la representación» (Hall, 1992). Al mismo tiempo, a Freire le preocupaba tanto lo que hacemos con el lenguaje como el descifrado de sus significados.

Durante diecisiete años, tuve una íntima relación con Paulo y siempre me conmovió la forma en que su coraje político y su alcance intelectual se unían con su amor a la vida y su generosidad de espíritu. En una ocasión, me dijo que no podía imaginarse a un revolucionario al que no le gustase la buena comida y la música. No estoy seguro de si el gusto por la comida, por la música o por ambas cosas hizo que su poesía se deslizase hacia la política. Lo político y lo personal informaron mutuamente la vida y la obra de Freire.
Siempre fue un estudiante curioso, incluso cuando asumió el papel de maestro crítico. Cuando pasaba de lo privado a lo público y viceversa, mostraba un asombroso don para hacer que todos los que con él se encontraban se sintieran valorados. Su misma presencia encarnaba lo que significa combinar la lucha política y el coraje moral, hacer práctica la esperanza y poco convincente la desesperación. A Paulo le gustaba citar el adagio del Che Guevara: «Dejadme deciros, a riesgo de parecer ridículo, que al verdadero revolucionario le animan sentimientos de amor. Es imposible imaginarse a un auténtico revolucionario sin esta cualidad» (Freire, 1994). No he conocido a nadie que haya encarnado este sentimiento más que
Paulo Freire...